
Una cosa es lo que Donald Trump piensa, y a estas alturas ni siquiera podemos garantizar que él mismo lo sepa. Otra cosa es lo que dice, y podemos afirmar con certeza es que su retórica, ajena a cualquier resorte moral, está generando más perjuicios que beneficios en forma de incertidumbre, pánico bursátil, inestabilidad mental... Y no solo entre canadienses, mexicanos, chinos o europeos. También, o sobre todo, entre sus propias bases electorales, en el cinturón oxidado y las reservas agrícolas del Medio Oeste. Pero trabajemos solo con lo que hasta ahora ha hecho.
Conviene admitir que lo que Trump está haciendo es reorganizar la política comercial estadounidense desde una lógica de realpolitik. El término lo acuñó a finales del siglo XIX el canciller alemán Otto von Bismarck, buscando equilibrar el poder entre los imperios europeos. Pero su genealogía es más larga. Maquiavelo defendía que el gobernante debía aprender a hacer el mal para lograr el bien común, sin dejarse condicionar por consideraciones éticas o religiosas. Richelieu perfeccionó el concepto de raison d’État: el interés de todos por encima de cualquier otro imperativo.
Bismarck, Richelieu, Maquiavelo, Donald Trump. En esa línea se inscribe hoy el uso de los aranceles como herramienta de poder. No tanto como política económica, sino como instrumento para redistribuir cargas, redefinir alianzas y decir «aquí estoy yo». En el Día de la Liberación, Trump se rodeó de trabajadores con casco, chaleco reflectante y mono de fábrica, como si el jardín de la Casa Blanca fuera la Zona Cero de este 11 de septiembre diplomático. Pero esa escenografía no debe nublar el análisis. Detrás de esa lógica hay tres ejes claros:
El primero es el de la redistribución del esfuerzo. El trumpismo sostiene que Estados Unidos ha asumido durante décadas un coste excesivo en defensa, comercio y estabilidad financiera global. Las asimetrías arancelarias funcionarían así como coartada para redibujar el reparto de cargas: «Nos han engañado durante más de 50 años, pero no va a volver a ocurrir», dijo.
El segundo eje es la desvinculación estratégica de China, no solo como socio comercial sino como actor sistémico. En sectores clave —minerales críticos, energía, tecnología, transporte marítimo—, Trump busca una autonomía que Occidente había dado por perdida. Aquí, los aranceles no son un fin en sí mismos, sino un instrumento para reconfigurar cadenas de valor, reducir dependencias y delimitar esferas económicas diferenciadas.
Y el tercer eje es la instrumentalización del dólar. El llamado Acuerdo de Mar-a-Lago —una provocación de Stephen Miran, presidente del Consejo de Asesores Económicos de Trump— plantea forzar una devaluación del dólar mediante presión externa: revaluación de monedas rivales, conversión de la deuda en títulos a cien años, y amenazas indisimuladas al paraguas de seguridad militar norteamericano.
El modelo que se invoca como precedente es el Plaza Accord de 1985, cuando los ministros de finanzas de Estados Unidos, Japón, Alemania Occidental, Francia y Reino Unido acordaron en un hotel neoyorquino una caída coordinada del dólar para corregir desequilibrios comerciales. Pero es un trampantojo. El espíritu es otro: lo que entonces fue una operación de política monetaria multilateral hoy se plantea como una medida unilateral a punta de pistola. En cierto modo, la ambición recuerda también a Bretton Woods (1944), donde se creó el sistema financiero internacional de la posguerra, anclado en un dólar respaldado por oro. Pero mientras Bretton Woods se fundó sobre reglas, confianza y cooperación, el nuevo paradigma que se perfila está marcado por el chantaje, la fragmentación y la amenaza. Y aquí surge un riesgo mayúsculo. Si el dólar pierde su estatus como moneda de reserva mundial, Estados Unidos perderá el blindaje que históricamente lo ha protegido del juicio de los mercados. Nadie jamás se ha atrevido a desafiar la deuda estadounidense y, por ósmosis, la europea. Pero esta estrategia puede abrir esa puerta. Y no hay red de seguridad preparada para sostenerla.
Los historiadores, más que los economistas, son quienes mejor entienden este tipo de quiebras. Cada crisis crea su propio monstruo. Y cada monstruo inaugura un nuevo orden. El de hoy aún no sabemos cómo se llama. Pero sí sabemos que es maquiavélico y no se parece en nada al anterior.