
Donald Trump ha declarado el 2 de abril Día de la Liberación, anunciando una batería de medidas que constituyen un severo agravamiento de su conocida propensión proteccionista basada en la imposición de aranceles a las importaciones estadounidenses.
En contra de lo que muchos analistas defienden, parece ingenuo estimar que alguien con el bagaje, personalidad y antecedentes del mandatario estadounidense limite al mero tacticismo negociador la pretensión de estas decisiones, como si no estuviesen destinadas a dejar huella perdurable en el imaginario global. Como si el mundo no estuviese globalizado, o incluso como si tal globalización fuese reversible al arbitrio de un solo decisor.
Bien al contrario, es muy probable que tal estrategia parta de la convicción sobre la eficacia económica interna. Al menos en el horizonte temporal de sus expectativas, que, como es conocido, en el orbe político frecuentemente transcurren a una velocidad diferente a la del resto de ciudadanos.
La reacción del resto de economías mundiales no se ha hecho esperar. Siquiera para predisponer el tablero de futuras negociaciones que restablezcan el orden comercial internacional que está a punto de saltar por los aires, todos los principales actores han de reaccionar, cuando menos en igual medida. Es el abecé de la teoría de juegos, cuando no del sentido común o de la experiencia empírica.
Los valores de defensa del libre comercio internacional basado en la competencia objetiva, con sus claros resultados en términos de evolución en el bienestar trazable de las sociedades que así los practican, están perdiendo el liderazgo que los trajo hasta aquí, el norteamericano, con consecuencias hoy impredecibles.
A corto plazo, la inflación y pérdida de competitividad de Estados Unidos y la Unión Europea es más que probable, para regocijo de las economías emergentes, lideradas por China. La confianza de empresarios y consumidores saldrá dañada, y con ella la propensión de ambos colectivos a invertir y gastar, respectivamente. A largo plazo parece evidente que se consolidará una gobernanza mundial multipolar en la que habrá que reconstruir confianzas, seguridad jurídica y, con toda seguridad, una nueva institucionalidad internacional. Y las transiciones a tal escala pocas veces en la historia de la humanidad han sido estrictamente pacíficas, por ende. Parece que el divorcio entre liberales y conservadores, que era ya impostado, se está cristalizando a marchas forzadas en los últimos años, y de manera acelerada con la Administración Trump en los últimos meses. De facto, lo liberal fue en origen sinónimo de progreso, más allá de etiquetas partitocráticas. Estemos expectantes todos. Las bolsas ya vienen alertando prudencia, que tampoco en esta ocasión es mala consejera.